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Sábado Junio 03, 2023

 

Víctimas y victimarios del conflicto en Santa Ana, Antioquia, unieron fuerzas para recuperar una carretera clandestina de la guerrilla de las Farc. Una prueba de cómo el posconflicto comienza a llegar a los territorios. 

Ésta es la historia de una vía que fue víctima de la guerra y que ahora quiere marcar una ruta para la paz. Es una vía de diez kilómetros que conecta el corregimiento de Santa Ana en el oriente antioqueño con la autopista Medellín-Bogotá. Era la arteria de Las Farc durante los noventas para llevar y traer comida, armas, secuestrados y hasta secretos. Pero en 2002 el Ejército bombardeó un puente y la maleza se tragó la vía.

“Nadie volvió a hablar de ese camino porque a la guerrilla la sacaron corriendo de aquí,” cuenta un desmovilizado de Las Farc que vive en Granada y que para esta historia se quiere llamar Carlos. Vive a unos veinte minutos de Santa Ana, un corregimiento que ha conocido todas las caras de la guerra. 

Allá todos saben quién fue y aún así lo quieren. Uno va por el pueblo en su camioneta a prueba de trochas y los niños le sonríen, los campesinos salen de sus casas cuando pita, y hasta unos soldados del Ejército, con fusil al hombro, lo reconocen y saludan con respeto.

Carlos -de sombrero vueltiao, ojos rasgados y cachetes colorados-  nació en Chiquinquirá, estudió ingeniería y entró a hacer parte de la Juventud Comunista en 1989. Dos años después, desilusionado con la Asamblea Constituyente, agarró una maleta, cogió un bus para San Juan de Sumapaz y entró a las filas del Frente 52 de las Farc, el Juan de la Cruz Varela.  

Llegó a ser mando medio de un frente. “En la guerrilla buscan que los mandos sean integrales. Que sepan echar tiro, pero también echar política” dice. Dirigió más de cincuenta hombres pero un día se cansó y se voló hace más de diez años.

“Ellos perdieron los estribos con la población porque es que la revolución es como una mujer: hay que seducirla. Y la guerrilla no seducía. Obligaba.”

Desde hace un año largo está empeñado en recuperar la carretera con ayuda de campesinos víctimas, para devolverle a Santa Ana lo que el bloque José María Córdova, las autodefensas y el Ejército le quitaron con tantos años de bala.

Entre 2002 y 2005, con la llegada de Álvaro Uribe y su ‘mano dura’ en las regiones, la meta del Estado fue recuperar el control territorial donde la guerrilla era dueña y señora. Y el Oriente Antioqueño era uno de los fortines las Farc. De sus 23 municipios, según cálculos de Carlos, ellos llegaron a controlar más de 20. Con la ‘Operación Marcial’ de 2003, los enfrentamientos entre guerrilla, paramilitares y Ejército se multiplicaron. "A nosotros no nos aporreó las Farc. Nos aporrearon los paras y los señores del ejército." dice Don Gilberto Guerra, un campesino de 76 años que le fallan las rodillas pero no la memoria.

“Queremos que se oigan los carros, los niños caminando al colegio, los campesinos en sus escaleras (chivas) llevando sus cultivos, en vez de disparos y granadas. Hay que borrar los sonidos de la guerra,” dice Carlos mientras maneja su camioneta y esquiva los huecos.

Si logran terminarla, esta carretera también puede ser un ejemplo de las penas alternativas que podrían, según el acuerdo de justicia firmado, pagar los guerrilleros que sean condenados por la Jurisdicción Especial de Paz que se negoció en La Habana.

La trocha
Así se ve la carretera hoy, luego de varias jornadas de trabajo entre los campesinos y desmovilizados de la región. Ya le pidieron ayuda al gobierno para que puedan pavimentarla. 

Carlos se acordaba de la carretera por sus años en la guerrilla. Era una trocha que a duras penas guiaba el camino. Por eso recuperarla era casi que empezar de ceros. Santa Ana es un corregimiento a veinte minutos de Granada, Antioquia, donde viven unas dos mil personas.

Mientras paseamos por allí, Carlos cuenta que no solo a él se le ocurrió la idea. Fue cosa de varios. Sobre todo campesinos, que se conocían la carretera pero no la caminaban porque en algunos tramos llegó a estar minada y querían una vía que los conectara con la principal (Bogotá-Medellín) para sacar sus productos en apenas 45 minutos en carro; para que los niños de San Pablo y San Francisco, veredas por las que pasa la carretera, pudieran llegar al colegio en menos de dos o tres horas; para que alguien, más allá de soldados o estudiantes de universidad, se interesaran en visitar el pueblo. Y lo más importante: para que la gente que espantó la guerra viera una razón para volver.

Porque con la retoma del Ejército a la región, también llegaron los paramilitares, y Santa Ana quedó como un pueblo fantasma. De sus cinco mil habitantes, quedaron cinco. Entre ellos el párroco. Y hasta 2012, cien personas habían regresado al casco urbano y unas mil a las veredas cercanas.

En Santa Ana todavía hay casas que cuentan la historia de la guerra. Entre 2002 y 2005, el corregimiento vivió el peor capítulo de violencia. Vivían entre los ataques de los paramilitares, el ejército y la guerrilla y sus días pasaban entre amenazas de uno u lado por ayudarle al enemigo. El terror fue tal que quedaron cinco personas en el pueblo. Las demás las mataron o fueron desplazadas.  

A algunos campesinos que usaban ‘cacorros’, que es como le llaman a los tanques de fumigación de los cultivos de tomate y yuca que se cuelgan de la espalda, los paraban retenes paramilitares a revisarlos. “Si uno tenía marcas del cacorro en los hombros decían que esas eran marcas de morral de guerrillero y lo mataban,” cuenta Luís Gonzaga, un campesino que se desplazó a Medellín y se salvó porque los paras no tenían más pruebas de que ayudaba a la guerrilla.

Don Gilberto, el viejito que le duelen las rodillas, también cuenta que un día subía por la trocha con ocho libras de arroz y dos latas de sardinas para dos familias: la de él y la de un campesino y sus tres hijos. Lo pararon los paramilitares, y le quitaron todo porque: “estaba llevandole comida a los guerrillos.”

Los primeros desminadores llegaron en 2012. En ese entonces, una comisión de la administración municipal, con gente de Santa Ana y un batallón de desminado, lideraron el proceso. La meta era desminar toda la vía en 2014. Vieron por primera vez en la región una máquina de ocho toneladas de la compañía alemana ‘Mine Wolf System’ con unos dientes enormes para perforar la tierra. Y la meta se cumplió.

En enero de 2014, la vía estaba libre de minas, pero faltaba recuperarla. Ahí fue cuando Carlos le propuso a Gilberto que invitaran a otros a marcar otra vez el tramo a punta de machete.

Gilberto había visto por primera vez a Carlos en un billar del corregimiento de Buenos Aires, a pocos minutos de Santa Ana. Carlos tenía puesto su uniforme y el fusil al hombro. Jugaba como si nada en la tienda, lo normal de un pueblo guerrillero. “Yo le vi la cara de buen hombre. Y fíjese que si era,” dice ahora este campesino, uno de los pocos que no se fue del pueblo en sus peores épocas.

Se volvieron a encontrar cuando luego de escaparse de la guerrilla, Carlos volvió a Santa Ana a pedir perdón y rehacer su vida. “Un día pasó por mi casa, nos saludamos y desde ahí somos amigos.” El caso es que entre los dos se encarretaron con la idea de la vía.

Néstor Galeano, un campesino desplazado de 56 años que volvió y encontró su casa hecha pedazos, se unió a la causa y fue el encargado de recoger la plata, porque a punta de solo machete iba ser imposible.

Reunieron 14 millones de pesos entre unos 40 campesinos. Con eso alquilaron cuatro volquetas, una retroexcavadora, compraron motosierras y le pagaron a otros campesinos para que les trabajaran. El primer ‘convite’, como le llaman allá a los encuentros para trabajar la carretera, fue a comienzos del año pasado. Carlos, don Gilberto, Néstor y todos los que pusieron para la ‘vaca’ se encontraron a pocos metros del puente bombardeado en 2002.

Éstas son las placas que tiene la carretera en algunos tramos e indican que por ahí han pasado brigadas de desminado. Ésta última es de 2012.  

Las mujeres llevaron ollas y leña. Los hombres sus machetes y lo que lograron conseguir. Hicieron un sancocho, luego el padre Isidro de Jesús Vargas celebró una misa y les echó la bendición a los campesinos. Una costumbre de antaño en el pueblo para protegerlos de los peligros del camino. Y comenzaron, víctimas y victimarios, a trazar ese nuevo camino.

“Ese día boleamos machete hasta tarde” cuenta Gilberto. Avanzaron casi un kilómetro y acordaron verse cada ocho días, los que pudieran, cuando terminaran de cultivar, para seguir abriendo camino. Hasta ahora, encuentros con sancocho incluido solo han sido dos.

El segundo lo hicieron ya más adelante, a unos tres kilómetros del punto inicial, con el mismo ritual. Comida, misa y trabajo. Esa vez la alcaldía municipal les regaló unos tubos para canalizar las aguas del río Cascadas. Aunque ya terminaron de trabajar los casi diez kilómetros de carretera, la naturaleza hace de las suyas y ya hay algunos tramos con maleza otra vez.

Por eso, sueñan con que ahora que el ministro del Posconflicto Rafael Pardo dice que como parte del posconflicto el gobierno invertirá en hacer y recuperar vías terciarias, ésta sea tenida en cuenta. De hecho, en febrero le enviaron una carta a ese ministerio.

Porque más allá de las piedras y lo agreste del camino, esta carretera tiene un significado simbólico para todos.

Para la mesa de negociación, porque prueba que si a un guerrillero le dan de pena alternativa hacer una carretera sus víctimas están dispuestas a abrir la trocha con él. Para Carlos, porque “es una forma de devolverle a Santa Ana lo que la guerra tanto le quitó.” Para campesinos como Gilberto, porque “no me importa si es un para, un guerrillero o lo que sea, a mí con tal de que ayuden a que estemos mejor, eso se me olvida”. Y para Jhon Fredy Isaza, otro desmovilizado mucho más joven que Carlos, porque “aquí no nos importa el pasado de ninguno. Nos importa es el futuro de todos.”

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Mié, 2016-03-23 11:26

ccdc. ¿Cómo puede ser la misma historia? Es la ruptura de esa historia que planteas....

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